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Rosalía, una artista rompedora, pero de estímulos fáciles – EL PAÍS

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Ha sido brusco pero placentero: con más gritos que susurros, Rosalía ha arrastrado el pop español a pleno siglo XXI. Un tiempo en el que las discográficas, supuestamente finiquitadas por la era internet, no solo prosperan sino que hasta gandulean. Sus artistas más avezados prescinden de consejos: trabajan por su cuenta y conciben en su taller lo que antes se planificaba en los despachos. Los ejecutivos reciben el paquete completo, ponen cara de póquer… y observan encantados sus efectos. Las disqueras, antes verdaderos incordios, son ahora esencialmente bancos que, si es necesario, adelantan los gastos y, si se cumplen las promesas, al final reparten generosamente. O eso deseamos creer.
Ocurre que los artistas del presente no son necesariamente víctimas de las disqueras: tienen margen para elegir. Rosalía debutó con Los ángeles (2017) en Universal, la única multinacional —bendita sea— que invierte en flamenco. Sin embargo, cuando inmediatamente dio el giro hacia los sonidos urbanos con El mal querer (2018), paseó la propuesta por otras oficinas y al final se fue con la competencia, Sony Music, con el compromiso firmado de apoyo por parte de la central estadounidense. Hoy nos parece una apuesta lógica pero no, se necesitaba valor y visión. Ayudó que Rosalía conociera las claves secretas del modus operandi del artista del siglo XXI.
Rosalía sabía que no necesitaba intermediarios: para comunicarse con su público potencial, domina y juega con las redes sociales, que se supone lleva directamente. No es cierto que prescinda de los prescriptores: los necesitaba al principio, para plantear su relato (el suyo, con la vivencia del flamenco, era imbatible). Vuelve a usarlos cuando lanza nuevos productos, sean grabaciones o giras. La diferencia está en que ahora da lo mismo su valoración: los medios se espantan ante la perspectiva de llevarle la contraria; saben que ella cuenta con millones de partidarios que aplastan a las voces disidentes en el ciberespacio.
Si hemos de ser sinceros, esos refuerzos no son un invento nuevo. Antes, hablamos del siglo XX, las discográficas contaban con escuadrones de fans que hacían felices el trabajo sucio de ensobrar, buzonear, repartir octavillas y escenificar entusiasmos ante las cámaras. No se hablaba mucho de aquellos ejércitos secretos, para esquivar la legislación laboral. Hoy, sin embargo, una Rosalía ha establecido un pacto implícito con su tropa. Son su Legión Extranjera: pueden grabar todo, multiplicando su impacto. Ya no es necesario firmar autógrafos o hacerse selfis: los vídeos certifican que el o la creyente está donde debería estar, en medio de la ceremonia, cumpliendo con el compromiso de captar el ritual y lanzarlo al mundo.
Ellos agradecen la relativa sobriedad de la Motomami World Tour, la gira que termina su recorrido por España el lunes en Palma de Mallorca, sin grandes efectos ni interludios circenses tipo mira-donde-nos-gastamos-tu-dinero. Consideran que la (casi) total ausencia de instrumentos sobre el escenario es otra genialidad más. Saben o intuyen que los discos ya no se hacen con sabios instrumentistas reunidos en un estudio grande y caro: se elaboran en habitaciones llenas de máquinas y fácilmente los músicos y cantantes colaboradores pueden estar en países diferentes. Así que no necesitan simulacros de una actividad simultánea y colectiva que, en verdad, nunca ocurrió.
La desaparición de los músicos de los escenarios no es una novedad. De hecho, fue la norma en la disco music en los años setenta y, en la década siguiente, con el hip hop. Con la llegada de las divas, el foco visual pasó a los cuerpos de baile y sus coreografías. Y nadie protestó. Bueno, sí: gruñones veteranos como Elton John, que se asombraba de que Madonna pudiera seguir cantando mientras efectuaba extenuantes acrobacias. Pero, en general, los rockeros no rechistaron: muchos usaban partes pregrabadas, disparadas desde un rincón discreto: lo vi en las bambalinas de un show de U2. Su manager, Paul McGuinness, se burlaba del asombro de los puristas: “Con un espectáculo complejo, la espontaneidad se hace inviable. Manda lo visual, lo teatral. Y nadie protesta”.
Nadie protesta tampoco en las galas de Rosalía. Saben que nada tienen que ver con un concierto de rock, un recital de jazz o una descarga de música caribeña. La única protagonista es Rosalía Vila Tobella y sus metamorfosis, alardeando de libertad corporal, audacia verbal, eclecticismo rítmico, jefa de la pandilla. Se trata de arrasar, comprimiendo su repertorio en versiones recortadas, sin llegar al sucedáneo del medley, el temible popurrí de los triunfadores longevos.
Hay un arte, sin duda, en ordenar un repertorio tan poliédrico, a veces elaborado con producciones secas. También es irrefutable que vende su furiosa radicalidad, la distancia tomada desde sus años como cantaora flamenca, incluso su discreta prudencia. Cuesta imaginar a Rosalía, por mucha Niña de los Peines que haya escuchado, cantando a las banderas republicanas que adornaron el puente de Triana en Sevilla.
Oiga: no estoy pidiendo una Rosalía politizada, para nada. Quizás sí desearía una Rosalía a la altura de su cultura, musical y de la otra. En las entrevistas suele dar la sensación de que exagera su (falsa) inocencia y su juventud. En discos, especialmente en Motomami, habla de sí misma, pero —con la mano en el corazón— no se la entiende demasiado, por sus peculiaridades vocales y su mixtura de jergas e idiomas. Ya puestos, el deseo de una Rosalía que se olvide de Beyoncé y salga del bucle del mimetismo de lo urban: hay demasiados momentos en que parece estar felicitándose a sí misma, celebrando haberse subido al carro en el momento justo, cuando podría estar elaborando una música más liberada y liberadora.
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